Ni modo – capítulo uno


Poratada ni modo - vista previa

 

–A ese hijo de la gran puta le han traído mi bate de beisbol, a mí, otra vez nada.

–A mí, tampoco ¡me vale madre!

– Pero a ti Flaca, es normal, sacas la lengua a los niños, le dices mentiras a tu mamá, te pe­leas siempre; pero yo ayudo a cruzar la calle a los viejecitos, ya no pellizco a mis hermanos ¡me porto bien Flaca! hasta me lavo los dientes.

–Me vale madre ¡nunca nos traen nada, estos pinches reyes!, yo ya estoy acostumbrada.

–Pero mira Flaca –decía mi cuate aguantándose las lágrimas–, este año yo había pedido mi bate de béisbol, tus tres hermanos juntos una pelota, mis otros hermanos un guante, con eso podríamos jugar todos en la calle. ¡No es justo! cada año le traen regalos al hijo del tendero y a nosotros nada, no lo entiendo. ¡Pinches reyes! cada año igual, y el niño cabrón ese, siempre tiene suerte y seguro que reprueba en la escuela.

–¡Y tú qué sabes, Negro! nosotros no vamos ni a la escuela, eso sí que me gus­taría. Ir a la escuela y aprender cosas, aprender a leer y a escribir, para mirar y leer todos los letre­ros de la calle, para que mis hermanos no me lean lo que quieran.

–Pero seguro que no estudia ¿no ves lo tonto que es? siempre sentado en la tienda de su padre.

–Es igual que estudie o no, él tiene el bate de beisbol y nosotros no, pero ya le chingaré, en cuanto no se dé cuenta, se lo patearé.

Estas conversaciones de cuando éramos niños las traigo tatuadas en la memoria. Los recuerdos de las personas que más he querido me acompañan cada día de mi vida. Recuerdos imborrables ¡no todos buenos! lo mejor: la niñez. A pesar de todas las necesi­dades que teníamos, recuerdo mi infan­cia como una época feliz, solo había una cosa que me molestaba, tenía diez años y no sabía leer ni escribir. A la escuela solo iban mis hermanos mayores, a mis papas no les alcanzaba para mí.

Pobre de mi padre, ¿cómo debí de partirle el corazón? cuando yo con mi inocencia, le preguntaba después de la llegada de los Reyes,  ¿por qué a nosotros nunca nos traían nada? Él se inventaba todo tipo de explicaciones.

–Mira Flaca ¿quién les escribe las cartas? –me decía un año– si ustedes no saben escri­bir.

–Mi hermano el Güero, –le decía yo– él si sabe.

–Quizás se equivocó al poner la dirección, quizás no puso bien el nombre de la ciudad o de nuestro Estado, seguro que no puso México.

Otro año.

–Mira, mi niña adorada, creo que lo que pasa es  que como nosotros vivimos al fi­nal de las casitas, cuando llegan ya se les han acabado los juguetes; por eso al hijo del tendero siempre le traen, vive en la primera casita. Quizás no sepan que hay más casitas al fondo.

Otro más.

–Pero ¿a qué rey le has pedido los regalos?

–A Baltasar –le decía yo.

–No niña, como se te ocurre pedir los regalos al rey negro. Los negros son muy olvidadizos, los negros siempre la cagan, el próximo año se los pides al güero.

Miles de disculpas para justificar a los putos Reyes, que jamás llegaron con los juguetes para darnos la alegría que sentía el culerillo tripón del hijo del tendero.

Después de la noche de reyes todos los niños del patio, a pesar de no recibir ningún juguete, seguíamos disculpando a los Reyes; siempre les excusábamos y  al si­guiente año, volvíamos a  escribir las cartas, con la ilusión de recibir nuestros re­galos.

No teníamos posibilidad de tener juguetes, nosotros lo sabíamos; sabíamos los esfuer­zos que hacían nuestros padres para darnos de comer, mirábamos la falta de medios que tenían nuestras familias, es por eso que concentrábamos todas nuestras esperanzas en los Reyes Magos.

Nunca conseguimos un regalo en la Noche de Reyes, antes de saber que los Reyes eran los padres.

Al saber ¡ya por fin! que los Reyes eran los padres, respiramos aliviados,  no éra­mos responsables de que los Reyes no nos dejaran juguetes, era la vida la que no nos daba nada.

Aunque a mí me gustaba jugar con los niños, a los juegos de los niños, me pedía año tras año una Barbie; la muñeca solo llegó al cobrar mis primeras ventas en la tien­dita. Con el primer dinero que gané, me compré la dichosa Barbie, ya que el puto Baltasar lo hacía todo mal. Por suerte las muñecas no envejecen como las personas y pude com­prar mi preciosa Barbie, joven y bella.

Las casitas donde vivíamos,  si es que las podemos llamar así, eran una especie de cuartitos de madera. No teníamos agua, ni luz eléctrica, el piso era  de tierra y  los techos de láminas, en malas condiciones. En la época de lluvias, llenábamos el cuarto con cubetas o cacerolas, para recoger el agua que entraba por las goteras. En esas casitas tan pequeñas vivía una familia: los padres, los hijos (un putamadral) y a veces hasta los abuelos.

Me sentía inmensamente feliz jugando con los otros niños de nuestro humilde pa­tio. La vecindad estaba repleta de niños, éramos felices; conforme íbamos creciendo esa felicidad iba desapareciendo, nos dábamos cuenta de que por más esfuerzos que hicieran nuestros padres no salíamos de la pinche pobreza.

Sufríamos las enfermedades, sin tener dinero para los medicamentos y mucho menos para los doctores. Nuestras madres nos aplicaban todos sus remedios caseros, aprendidos de sus respectivas madres; gracias a esa sabiduría transmitida de generación en generación, íbamos sorteando todas las enfermedades que se presentaban; hasta diría que nos enfermá­bamos mucho menos que los niños se enferman en la actualidad. No todos los niños conse­guían evitar las enfermedades, de vez en cuando dejábamos de mirar a algunos de ellos, desaparecían. Nuestros padres nunca nos decían que habían muerto.

A muchos de esos niños no nos gustaba tanta pobreza. Hicimos la firme  promesa de no acabar como nuestros padres: trabajar mucho y ganar poco. Al salir de la vecindad sufríamos los insultos: nos llamaban marginales. Nosotros no entendíamos que quería decir la palabra, pero sabíamos, por el tono que empleaban, que no podía ser nada bueno.

Cuando llovía, en el patio de la cuartería se formaba un enorme charco, que los niños disfrutábamos como una alberca, nos gustaba chapotear en él, a pesar de saber que nuestras madres nos darían una madriza por llegar sucios a la casa.

Chapoteábamos en el charco usando las bolsas de plástico de los envases de pan Bimbo, a modo de botas de hule. Siempre recuerdo esas botas improvisadas, esas botas que nos permitían saltar en el agua sin mancharnos “demasiado”. Eso nos parecía a nosotros, pobres ilusos. Cuando se secaba el agua, algunos niños guardaban las bolsas de plástico con esmero, querían tenerlas preparadas para la próxima ocasión. Sabíamos que nos castigarían y que nos pegarían, pero el inmenso placer de chapotear en el charco superaba con creces al miedo de la madriza.

A mí no me dejaban salir del entorno de los cuartitos, me atraía lo que estaba después de la puerta de nuestro patio, la calle le llamaban. Tenía terminantemente prohibido salir afuera del patio, pero  agarraba pata y me iba con el Negro a deambular por la ciudad y visitar todos aquellos lu­gares inexplorados para nosotros. ¡Qué placer el sentir la libertad de estar en la CALLE!, fuera de las miradas de los vecinos.

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