Albert Sales: «El control la marginalidad pasa por criminalizar a la persona en situación de pobreza»

Albert Sales / Enric CatalàSales sostiene que en España la mayoría de la población reclusa proviene de entornos empobrecidos y es condenada por trapicheos vinculados a la miseria.

El politólogo prevé que en un futuro un tercio de la población sufrirá carencias materiales importantes y casi no se generará trabajo asalariado.

Albert Sales (Barcelona, 1979) es politólogo y sociólogo. Actualmente es profesor del Departamento de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Pompeu Fabra y del Departamento de Derecho Público de la Universidad de Girona. A lo largo de su trayectoria, Sales ha realizado investigaciones sobre exclusión social, pobreza urbana y condiciones laborales. Activista comprometido con los movimientos sociales, en su último libro El delito de ser pobre (Icaria Editorial) reflexiona sobre la gestión neoliberal de la marginalidad. A grandes rasgos, plantea que, en medio de una creciente extensión de la pobreza y las desigualdades, las ayudas públicas son sustituidas por filantropía privada, denuncia la utilización del sistema penal como instrumento de sumisión de la marginalidad y critica que se culpabilice a la persona de su situación de exclusión social y no se aborde el problema desde un punto de vista estructural.

Se produce, según dice en su libro El delito de ser pobre, una criminalización de la pobreza.

El modelo de control de la miseria o la marginalidad pasa para criminalizar a la persona en situación de pobreza haciéndola culpable de su situación y diciéndole que si trabaja podrá llegar dónde quiera cuando, eso, es totalmente falso. Se utiliza el sistema penal para frenar cualquier disidencia política y social cada vez con más mano dura con la excusa de que hay violencia en la calle. Ahora no hay más delincuencia que en los años 80. Es la excusa para que el sistema penal actúe como contención de la marginalidad. El resultado es una hiperinflación carcelaria. Estados Unidos nos muestra el camino, con 700 personas recluidas por cada 100.000 habitantes.

¿Qué se busca poniendo en la prisión a estas personas de entornos marginales?
Hay una escalada del populismo punitivo. Es una tendencia que se inició en los años 80 en los Estados Unidos y Gran Bretaña en paralelo a las reformas económicas y sociales del neoliberalismo. Y supone un replanteamiento de las políticas, no sólo de las políticas penitenciarias y penales, sino de las políticas sociales. Se produce una contrarreforma del sistema de bienestar en el que se intenta hacer pasar por excusas todas aquellas explicaciones estructurales de la delincuencia. Siempre que se intenta explicar que una persona que delinque es porque ha crecido en un entorno desfavorecido, se acusa a los investigadores de estar dando excusas sociológicas y se intenta transferir la responsabilidad de las situaciones que se pueden dar en la sociedad a la persona, a la capacidad de elección de cada uno.

Siga con su discurso.

Las reformas económicas, la erosión del mercado laboral, el hecho de que las carreras laborales se fragmenten, la reconversión de la gente constantemente para encontrar trabajo y adaptarse a las nuevas situaciones generan muchos miedos y muchas incertidumbres personales. El principal problema de muchas personas es saber si de aquí a dos meses tendrán trabajo. Pero delante de todas estas incertidumbres e inseguridades, no se produce una discusión política. Estas inseguridades se dan como algo natural. Es el problema individual de cada uno ante una evolución natural de las cosas. El problema no se aborda desde un punto de vista estructural. Tampoco hay unas fuerzas mayoritarias de izquierdas que digan que el problema es estructural, que este mercado de trabajo es inaceptable. Se nos da por hecho que esta globalización es un fenómeno que no se puede frenar, que nos ha llevado hacia donde estamos ahora. De aquí, todo el discurso de que hay que ser competitivos a nivel internacional, que se tiene que flexibilizar el mercado laboral, que se tiene que privatizar y se tienen que recortar las prestaciones sociales.

  ¿Estas causas estructurales dónde tienen su origen?

Las economías del bienestar se generaron después de unos grandes traumas históricos, dos guerras mundiales, y a partir de las conquistas del movimiento obrero. El movimiento obrero consigue unas concesiones por parte del capital con forma de estado del bienestar. Durante este estado del bienestar se entiende que la pobreza es algo marginal. El crecimiento económico arrastra a todo el mundo hacia un cierto bienestar. ¿Cuál es el problema? Que en el momento en que se aplican las medidas de retroceso, las contrarreformas neoliberales en el estado del bienestar, el riesgo de pobreza se extiende hacia una población mucho más amplia y afecta a las llamadas clases medias europeas.

La llamada nueva pobreza no para de crecer.

Cuando se empiezan a aplicar las contrarreformas liberales se sacan una serie de cojines sociales y muchas personas empiezan a caer en situación de exclusión. Son nuevos perfiles de pobreza. Pero la nueva pobreza que se nos ha vendido que está vinculada a la crisis, es una nueva pobreza que empieza a aparecer a partir de los años 70 y 80. Y esta nueva pobreza también se trata desde la misma visión que en los estados del bienestar pero en un marco diferente y más amplio.

O sea, según usted, ahora se continúan repitiendo los mismos errores en la gestión de la pobreza.

Continuamos pensando en la persona en exclusión como la persona que no sabe gestionar su propia vida y que, además, quiere depender de los servicios públicos. Los medios y los políticos han reproducido discursos muy peligrosos. Se defiende que las personas viven en la pobreza porque no tienen ganas de trabajar, o porque no son bastantes emprendedoras. Durante la crisis, primero, se ha hablado de que los parados no buscan trabajo porque tienen subsidios, y cuando todo el mundo acepta que el mercado español es disfuncional y que no volveremos a generar ocupación para dar trabajo a todas estas personas que están en el paro, entonces empiezan a hablar de emprender. Se insiste en qué hay un problema de emprendedores y los discursos se centran en que las personas que lo están pasando peor son parásitos de la sociedad. Y si encima se trata de una persona en situación de vulnerabilidad que delinque o hace actividades mal vistas o al límite de legalidad, se produce una represión muy dura. Hay un elemento penalizador y criminalizador de cualquiera que se encuentre en situación de pobreza y no haga esfuerzos titánicos para volver a entrar en un mercado laboral cada vez más precario e indigno.

 

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Guía Literaria: 18 Cuentos de Roberto Bolaño para leer online

Roberto Bolaño es sin duda uno de los autores latinoamericanos que mayor interés ha generado en los últimos años. Compartimos 18 Cuentos de Roberto Bolaño para leer online que esperamos disfruten.
  1. Últimos atardeceres en la tierra
  2. El gusano
  3. El ojo Silva
  4. Sensini
  5. Otro cuento ruso
  6. El policía de las ratas
  7. Días de 1978
  8. Dos cuentos católicos
  9. Carnet de baile
  10. Dentista

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Orsai » Revista » Mi padre, el cartaginés

▣ ESCRIBE JUAN VILLORO
▣ ILUSTRA RICHARD ZELA

En un ensayo imperdible, el escritor mexicano Juan Villoro habla por primera vez del filósofo mexicano que aconseja al Subcomandante Marcos: Luis Villoro, su padre.

A principios de 2006 mi padre asombró a todo mundo preguntando por precios de motocicletas. A los dieciocho años yo le había pedido un préstamo para comprar la más modesta de las motos. Aunque mi fantasía aconsejaba una Harley Davidson —digna de la película Easy Rider y sus melenas al viento—, me conformé con codiciar una Islo, de fabricación local.

Jamás hubiera convencido a mi padre de adquirir un poderoso talismán norteamericano. En cambio, confiaba en su apoyo a la industria vernácula. La moto Islo debía su nombre al empresario mexicano Isidro López.

La Revolución y la Independencia, gestas que cumplen cien y doscientos años, marcaban la agenda familiar. Mi padre había escritoLos grandes momentos del indigenismo en México y La revolución de independencia, versión doméstica del Antiguo y del Nuevo Testamento: lo que hacíamos derivaba de ese intangible sistema de creencias.

Miembro del grupo Hiperión, mi padre pertenecía a una corriente que combinó los suéteres de cuello de tortuga del existencialismo con las artesanías de barro de la antropología nacionalista. Siguiendo a Samuel Ramos, precursor de la filosofía del mexicano, los hiperiones hablaron de las esencias nacionales. Su empeño fue paralelo al de Octavio Paz en el ensayo literario (El laberinto de la soledad), Rodolfo Usigli en el teatro (El gesticulador), Santiago Ramírez en el psicoanálisis (El mexicano: psicología de sus motivaciones) y Carlos Fuentes en la novela (La región más transparente). Todas las expresiones artísticas, del muralismo a la fotografía, pasando por la música, la danza y la pintura de caballete, participaron de ese fervor nacionalista.

La identidad fue precisada por los nuevos filósofos: Jorge Portilla se ocupó de la “fenomenología del relajo”, Emilio Uranga de la ontología del ser local y mi padre de la mentalidad prehispánica y las ideas de independencia. Un atávico complejo de aislamiento se rompía al fin para aceptar nuestra diferencia, encarar a los otros sin remilgos y ser, como pedía Paz en la última línea de El laberinto de la soledad, “contemporáneos de todos los hombres”.

Cuando tu padre se compromete tan en serio con las esencias nacionales no puedes pedirle una Harley Davidson. Mi moto sería mexicana o no sería.

Pero él no apoyó la iniciativa. En los años setenta del siglo pasado, las motocicletas le parecían aparatos para hippies con demasiada prisa para llegar a la sobredosis.

Treinta años después mostraba una rara curiosidad por ese tema. La causa solo podía ser política y de preferencia indígena. En efecto: el subcomandante Marcos había decidido salir de la selva chiapaneca para recorrer el país en un itinerario que llamaba “la otra campaña” y pretendía demostrar que ninguno de los candidatos a la presidencia valían la pena. Su repudio a los políticos conservadores se daba por sentado. Más compleja era su oposición a Andrés Manuel López Obrador, candidato de la izquierda con francas posibilidades de ganar. Antes de subir a una moto de aspecto sub-Isidro López, es decir, de repartidor de pizzas, declaró al periódico La Jornada: “López Obrador nos va a partir la madre”.

Ignoro si mi padre participó en la compra del vehículo. Lo cierto es que recibió la puntual visita de un mensajero del EZLN con nombre de personaje de García Márquez (Arcadio Babilonia, digamos), donó fondos para la “otra campaña”, hizo su enésimo viaje a Chiapas y sumió a sus hijos en las repartidas cuotas de admiración y desvelo que nos despiertan sus causas sociales.

Interesado en la democracia participativa que se fragua en los Caracoles (formas de gobierno indígena), que considera superior a la democracia representativa y corruptible del resto del país, mi padre desaparece de tanto en tanto rumbo a Chiapas, vestido como para participar en una mesa redonda. Una semana transcurre sin que podamos localizarlo. Regresa con fiebre y se recupera con una terapia que ha perfeccionado a sus ochenta y ocho años: se acuesta durante tres días y mastica aspirinas.

Marcos consideraba que su recorrido por el país lo emparentaría con el Che de Diarios de motocicleta. Los símbolos han sido la parte más resistente de su lucha. Se levantó en armas el 1 de enero de 1994, cuando el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá entraba en vigor. El país se acostó con un sueño de primer mundo, pero los zapatistas pusieron un despertador que mezcló los tiempos: nuestro auténtico presente quedaba en el pasado. Diez millones de indígenas vivían en condiciones cercanas al neolítico.

Desde entonces, la guerrilla del EZLN ha dependido de las palabras, no de las armas. Las pláticas para llegar a los Acuerdos de San Andrés se celebraron en una cancha de básquetbol, versión contemporánea del juego de pelota prehispánico. En ese espacio cargado de simbolismo, el gobierno de Ernesto Zedillo aceptó la propuesta de crear una nueva legislación para garantizar las autonomías indígenas, pero los acuerdos nunca se transformaron en ley.

En 2001 los zapatistas salieron de su encierro en las montañas chiapanecas y viajaron a la capital para pedir que el Congreso promulgara la nueva legislación. El país celebró la caravana multicolor que proponía un nuevo contrato social. Locke y Rousseau regresaban con pasamontañas. Los comandantes Moisés y Zebedeo alternaron con Marcos en las tribunas del “zapa-tour” y fue la comandante Ramona quien habló ante el Congreso para pedir la inclusión del mundo indígena en la “casa de la palabra”.

Como en tantas ocasiones de la vida mexicana, los gestos fueron más importantes que los hechos. La peregrinación zapatista produjo numerosas emociones, pero no llevó a nuevas leyes. Los peregrinos que venían de Chiapas llenaron de esperanzas la Plaza de la Constitución. Luego, volvieron a las montañas y las cañadas donde legislan los mosquitos.

En 2006, Marcos no buscaba asociarse con el Che de línea dura, sino con Ernesto el Romántico, el médico asmático y apuesto, aficionado a la literatura, que recorrió Sudamérica para explorar la injusticia, el prócer sin errores, solo responsable de sus sueños, no de sus consecuencias.

La gira zapatista de 2001 tuvo una escala singular en Nurio, Michoacán. Ahí se celebró el Congreso Nacional Indígena. Asistí con mi padre porque quería verlo en acción ante las sesenta y dos etnias que presentaban proyectos muy diversos. Entre otros asuntos, se discutió la necesidad de extender el mundo indígena a la realidad virtual con programas operativos en maya, náhuatl y otras lenguas, y la lucha feminista al interior de las comunidades.

Durante décadas, mi padre ha sido saludado por ex alumnos cuyos nombres no ha podido retener. A todos les responde con una sonrisa y los ojos abrillantados por una abstracción feliz. Su cara encarna el concepto de “reconocimiento” en forma tan lograda que sería decepcionante que lo vulgarizara volviéndolo concreto y recordando un apellido.

Esta actitud se repitió mil veces en el Congreso Nacional Indígena. Para las sesenta y dos comunidades era “el profesor”, “el filósofo”, “don Luis”, “el anciano venerable”. Iba con el aire levemente distraído de quien enfrenta personas que son signos. El estudioso de fray Bartolomé de Las Casas, Vasco de Quiroga y Francisco Xavier Clavijero encontraba en los hechos un mundo que durante décadas solo había formado parte de sus libros.

Los indios lo rodearon. Tenían los pies abiertos y endurecidos por el trabajo en los barbechos. Se produjo un momento de condensación. Recordé el primer contacto de mi padre con el mundo campesino, la historia que tantas veces nos había repetido, él, que detesta las historias.

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